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Parallel Lines

«LAS GAMBAS DE LADISCORDIA»

  • angelbrun9
  • 19 jun
  • 8 Min. de lectura

Actualizado: 5 nov

FINALISTA III CONCURSO INTERNACIONAL DE RELATOS GASTRONÓMICOS Y VINÍCOLAS «EN UN LUGAR DE LA PANZA», PREMIO FRANCISCO QUEVEDO.


LAS GAMBAS DE LA DISCORDIA

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el R. Barrios


Pidió que le dejasen enjuagar la boca con un poco de vino. La cabeza de la penúltima gamba le había dejado un amargor en el paladar con el que no estaba dispuesto a lidiar hasta la llegada del postre. Nuestro comensal no quería mezclar ese regusto amargo con el de los dos cuencos de arroz con leche que pensaba pedir al displicente y desinformado camarero que acababa de acusarle de cometer un delito.

—La prohibición de chupar cabezas de marisco terminó hace una hora —informó al camarero tras la amenaza de denuncia y los murmullos y miradas huidizas que llegaron desde las mesas más cercanas—. Otro vaso de vino. De el de la casa, por favor —pidió con tono que se utiliza para pedir algo por última vez.

—No tenemos comunicación al respecto por parte de la gerencia —persistió el empleado, plantado frente a él, colocando las manos con el gastado violín a su espalda, dando golpecitos de intransigencia. El celoso camarero miraba, solo para después ignorarlas, las manos levantadas en otras mesas requiriendo sus servicios. No iba a cerrar los ojos ante semejante delito—. No puede chupar las cabezas del marisco, por favor no lo haga más o me veré obligado a avisar a la policía. Aquí no queremos problemas.

Nuestro bien informado comensal estrujó un trozo de limón sobre sus dedos haciendo manar el poco jugo que quedaba. Limpió sus manos en la ya mapeada servilleta, se giró y desenfundó el teléfono móvil del bolsillo de su americana. «Fin prohibición chupar cabezas marisco. El Gobierno cede ante la presión social», leyó en alto y mostró la noticia al hierático mesero, que en una media reverencia se acercó a la pantalla sin convencimiento. Los murmullos en la sala se convirtieron en bullicio. Algunos gritos aislados mientras buscaban la información en sus smartphones.

A la vez que ese guardián de la salud con pajarita leía el enunciado de la noticia, los golpecitos en los glúteos con la bandeja disminuyeron su ritmo. Miró de reojo los restos de las dos docenas de gambas con sus correspondientes cabezas que había ingerido ese arcángel anunciador que estaba allí sentado a quien el amargor de los cerebros absorbidos trajo recientes e imborrables recuerdos.

El gobierno, como el maestro que avisa para después pillarte, recomendó en un primer momento que no se ingiriesen cabezas de gambas ni similares. Más tarde, en las siguientes navidades, prohibió mediante Real Decreto y por la espalda, chupar cualquier tipo de cabeza de marisco debido a su alto contenido en cadmio y otros metales. Se cumplían dos años de la toma de esa, como el tiempo demostró, impopular y errónea medida que transformaría la sociedad, enfrentando a vecinos, a amigos, a hermanos, en dos mitades que a punto estuvieron de fracturar el país. Esta vez  para siempre. Todo lo que sucedió después, como ahora quedaba patente con la derogación de ley, le vino muy grande al ejecutivo.

Ni los comunicados del Ministerio de Sanidad, y menos los de las descolocadas Comunidades Autónomas, tuvieron demasiado éxito en las primeras pascuas, época que, con ojo avizor, se aprovechó para la publicación de pérfida ley. Las consejerías autonómicas zozobraban en un mar de confusión. Debido al vacío legal y falta de referencias en la Constitución y en los propios Estatutos, encaminaron sus actuaciones por el terreno de la política de partidos, los mismos bandos de siempre: los de un signo prohibieron, los del otro chupaban cabezas aunque no les gustase. Creado el efervescente y amargo debate, las diferencias se manifestaron con toda su crudeza.

La mañana en la que el ministro anunció, con gran parafernalia, la prohibición y las desproporcionadas sanciones, la zanja ya estaba cavada. «A nosotros nadie nos ha consultado nada, tenemos serias dudas sobre su aplicación», manifestó el portavoz del Poder Judicial en rueda de prensa. En una actuación hasta entonces desconocida, las cámaras de televisión dejaron de lado a los agraciados por la lotería de Navidad y acudieron a los mercados, para recabar las opiniones de los consumidores: «Nadie puede prohibirme chupar las cabezas de estos ejemplares, los he pagado», aseguró una señora mientras abría la bolsa de la compra y enseñaba un magnífico gambón salvaje; «a mi mujer no le va a gustar nada, mire que hermosura», advirtió un señor a una joven periodista, moviendo un poderoso langostino tigre a la altura de la cámara. «¡Irresponsables!», se escuchó gritar a unos jóvenes que portaban pancartas a favor de la prohibición.

El ambiente estaba muy caldeado, pero nada comparado con lo que ocurrió el 23 de Diciembre. El propio presidente, con el gobierno en pleno a su espalda en perfecta pirámide invertida, espoleó a los ciudadanos comprometidos de verdad con su país para denunciar a los infractores de la «Ley de restricción total de absorción de cabezas de decápodos, 9/2020», que así se llamó. Dos horas y doce minutos de aleccionamiento sanitario y gastronómico. Como medidas alternativas: consumo de tortillas francesas de gambas ultracongeladas; elevación categórica del cóctel de gambas peladas como entrante por antonomasia para la cena de Nochebuena (se cuidó mucho el presidente de no hacer ninguna referencia a la piña en dicho cóctel, sabía lo que se jugaba y eso podría generar males mayores). A los ciudadanos que denunciasen a chupadores de cabezas de gambas, el gobierno ofrecía incentivos tales como cenas para dos en asadores de prestigio contrastado, excursiones para contemplar ganaderías, colecciones de documentales del despiece del atún… «Los políticos somos los primeros que debemos dar ejemplo», afirmó el jefe del ejecutivo cogiendo con donaire un langostino de Sanlúcar, separando la cabeza con agilidad y arrojándola a un coqueto cubo de basura en un expresivo primer plano que en los siguientes y oscuros días la mayoría de tertulianos calificó como acto populista y de manejo partidista de la televisión pública.

Huelva fue el epicentro de la insumisión. Allí, la mayoría estaba por seguir extrayendo el jugo de las, para ellos, inofensivas cabezas. Allí las gambas hablan, hay camareros que hasta distinguen sus caras al servir las docenas. La revuelta se propagó sin remedio: destrozos en los centros urbanos de las principales poblaciones; asalto a franquicias de comida rápida de base carnívora; sentadas y caceroladas ante los antidisturbios, sorbiendo cabezas de modo desafiante y gritando ¡Mmm!, e incluso acampadas permanentes de grupos con hornillos preparando fondos de pescado en grandes perolas. Lo que pasaría a la historia como el Movimiento del 24 D.

Los anhelados informes de los asesores y especialistas tardaban en llegar, eran el aldabonazo que necesitaba la ley. «Para ratificarlo se precisan años de estudio. Por comer una o dos no pasa nada», expresó un científico elegido para informar de la crisis, creando aún más confusión. La investigación y la medicina no podían apostillar, al menos a corto plazo, los razonamientos del controvertido decreto. Sin base científica contrastada, la ley estaba coja. La zanja se convirtió en trinchera.

En un vídeo muy bien realizado, unos encapuchados rompieron la baraja. Tras una mesa corrida, delante de una bandera que se convertiría en símbolo de la lucha y que no consistía ni más ni menos que en unos labios arrugados de los que asomaba una cabeza de gamba sonriente, los doce anónimos chuparon una docena de cabezas cada uno, asegurando pertenecer a partidos políticos hasta entonces rivales; ser ciudadanos de condiciones socioeconómicas muy dispares (mostrando como prueba sus relojes a cámara) y ser profesionales de diferentes sectores productivos, incluso alguno juró estar desempleado.

Los renegados lucharon desde el principio contra la presunción de que sacar el jugo a las cabezas de pequeños o medianos ejemplares de marisco era cosa de pobres. «Los ricos siempre pueden comer un carabinero más», rezaban las pancartas en manifestaciones a favor. El trasfondo clasista que escondía la ley era un arma de doble filo. Sin duda, menospreciaron la irresistible afición que cualquier orondo constructor, espigado ejecutivo de nuevas tecnologías, comprometido accionista de compañía energética, insomne gestor de fondos de inversión o laureado gerente de empresa de mamparas de metacrilato, tienen de separar del tronco y llevarse a la boca una estilizada cabeza de negros y sólidos ojos, de fino y crujiente bigote. El pueblo se había unido, codo con codo, para garantizar sus derechos más básicos.

Las primeras denuncias a chupadores de cabezas cogidos in fraganti oscurecieron el ambiente y resquebrajaron los pocos hilos que quedaban de unión. Familias rotas por suegras alcahuetas, compañeros de trabajo delatados en comidas de empresa, amigos de pupitre llevados ante sus padres tras la visita al jefe de estudios, ancianos expulsados de residencias, reclusos que vieron aumentar sus penas por chivatazos en días que ni había langostinos en el menú. Los cuñados se convirtieron en siniestras figuras de las que huir, por no hablar de los dúos de humoristas que separaron sus carreras debido a las gambas. Los miembros de un legendario grupo de rock que se había unido tras años de silencio, cortaron de nuevo su relación, suspendieron la gira en curso y aparecieron en las redes sociales escarbando con cucharillas en cabezas de centollos en unas imágenes robadas por el ofendido y chivato bajista.

Las cabezas de gambas fueron dinamita pura para la disciplina de los partidos. Algunos declararon de forma abierta su costumbre. Hubo abandonos de escaños, rotura pública de carnets con números muy bajos, expedidos en congresos míticos. Multas, sanciones, detenciones. Otros optaron por el exilio voluntario o el cambio de residencia a una población más tolerante con su posición. Lejos de suponer que las zonas costeras, por costumbres alimentarias y familiaridad con el género, seguirían chupando cabezas, hubo notables centros de resistencia en la Meseta Norte. La globalización y facilidad en el transporte habían creado desde hace décadas una legión de consumidores que ahora se negaban a desperdiciar casi la mitad del producto.

Los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, sin descanso y apabullados por las delaciones, demostraron su profesionalidad. Ellos se debían a la ley. Los principales sindicatos policiales, hasta que se fallasen la ingente cantidad de resoluciones interpuestas ante los diferentes tribunales, dejaron caer la posibilidad de que cada agente actuase según sus creencias. La ministra del interior fue tajante, «la ley es la ley, la misma para todos los ciudadanos y quien chupe una sola cabeza tendrá que afrontar las consecuencias».

La corona hizo un llamamiento a la moderación, la cordura y la concordia, mientras que el ejército rehusó manifestarse sobre el tema.

La ley se exportó a un pequeño país europeo. De costumbres hermanas y dieta similar, sus habitantes se convirtieron en víctimas del mismo proceso: recomendaciones sanitarias, debate callejero, prohibición, revuelta, denuncias de conciudadanos y sorpresa… moción de censura y caída del gobierno. Una festiva manifestación con ciudadanos tomando camarones en cucuruchos. Desde este hecho habían transcurrido dos días, y fue el detonante para que nuestro gobierno pusiese fin a la prohibición esa misma mañana. El marisco había ejercido de barbero del vecino.

No fue necesario recordarle estos últimos hechos al pertinaz e incrédulo camarero. Un grupo de alborotadores vistiendo esas famosas camisetas estampadas con los labios de los que asomaba la cabecita sonriente, irrumpió a cigala alzada en el restaurante. Al grito de «¡libertad, libertad!», ofrecieron cabezas de gambas a los aturdidos comensales. Cuando el camarero terminó de leer y levantó la vista del teléfono, nuestro atento amigo tenía ya la última gamba en su mano. Chascó la cabeza salpicando el mantel hasta el borde de la mesa, como si el mismísimo Jackson Pollock fuese estuviese a punto de sorberla.

—¿Me trae el vino o tengo que levantarme yo? —dijo.

 

Ángel R. Barrios

 
 
 

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